lunes, 13 de enero de 2014

PERO LAS DIFICULTADES ERAN MUCHAS

A veces, las señales empezaban a tornarse desalentadoras.  La lejanía que cíclicamente mostraba Paulina, era bastante desconcertante para Juan Domingo.  En los picos bajos, cuando la comunicación era escasa, el hombre pensaba que lo mejor era dejar el asunto así; finalmente, mas allá de la pretensión del criollo, y de que Paulina supiera a ciencia cierta de los nacientes y crecientes sentimientos de Juan Domingo, no se había desarrollado todavía una marota que lo mantuviera apegado a ese botalón.  El hombre se llenaba de las muchas razones que había para no permitir que Paulina se plantara definitivamente en su pecho y se convencía que lo mejor, era dejar que la hoguera se fuera apagando.  Pero entonces, aparecía ella, nuevamente cercana. Aparecía como los vientos del norte que peinan la sabana y tocan joropo en las maporas, y ese fuego que apenas era una endeble llama, se avivaba con mucha más fuerza que en el ciclo anterior. Tanto, que perfectamente, en esa hoguera, se podían calentar todas las cifras de herrar del hato Macapay y sus fundaciones vecinas. Pero las dificultades eran muchas.

Como por mano de Dios, o por mano del destino, quien puede saberlo,  todo lo que había razonado Juan Domingo y todo lo que había pensado que debía hacer, quedaba hecho cenizas con la mera  visión de la sonrisa de Paulina.  Es que, cuando Paulina sonreía para él, era una sonrisa que iba más allá de sus perfectos dientes blancos y sus hermosos labios de merey.  Era una sonrisa cargada de cariño, de dulzura, de palabras; Si, porque por entre el medio de esa sonrisa,  Paulina lograba amadrinar palabras que llegaban directamente al tranquero del corazón de Juan Domingo.  Podría decirse que el hombre ni siquiera escuchaba con sus oídos lo que Paulina le decía, porque él, seguía con la mirada puesta en su boca. Cuando Juan Domingo estaba ante la sonrisa de Paulina,  no había otro sentido que le funcionara; solamente la vista. Bueno, quizá un poco el olfato, porque el inconfundible aroma a canela que precedía a la catira, era completamente perceptible por él. Así las cosas, esas palabras que amadrinaba Paulina entre su sonrisa, tenían trillo definido e imperturbable hacía el corazón del llanero.  Pero las dificultades eran muchas.

Para ese momento ya el pensamiento era otro.  Ya Juan Domingo, por dentro, empezaba a considerar que lo correcto era mantenerse firme en su pretensión, pese a las muchas dificultades que existían para que Paulina y él, pudieran unir sus caminos y fundarse en el centro del llano. No podía ser de otra manera, tenía que ser en el centro del llano;  ya el hombre tenía visto el recodo donde habría de pararle una casa a la catira. En la esquina que se formaba, donde el caño San Felipe le cae al caño Guamacho, había un banco de sabana limpiecito, en pura guaratara. A ojo, pudo calcular Juan Domingo que quizá le cabrían unas doscientas reses. Es cierto, no era muy grande pero iba a ser de ellos dos. Por el norte, hacia el final del banco, había un sural más o menos grandecito rematado con un morichal que crecía altivo al ladito de una laguneta, que era, tanto hermoso, como exuberante.  De ahí, claro está,  iba a salir el techo de la casa de Paulina.  Bordeando el caño San Felipe, por el sur, había suficientes palos como para sacar la madera necesaria para levantar el rancho, el paloapique, la corraleja y la caballeriza, sin que se le notara un pellizco a la mata de monte. También de allí, iba a salir la postería para encerrar un paradero donde pudiera pastar el Moro Azul, que habría de regalarle como sillonero a la catira, y un par de mangones donde tener la quesera bien alimentada. San Felipe era un caño veranero así que por agua no iban a sufrir, aunque de todas maneras Juan Domingo sabia que haciendo el Jagüey, aun en lo más duro del verano, el agua no iba a estar a más de cuatro o cinco metros de profundidad.  El Guamacho era un caño pesquero, especialmente poblado de guabinas y pavones, asi que por comida, todo estaba resuelto. Y claro, no le iba a faltar el conuco y como Paulina era una mujer tan completa, seguramente el patio iba a estar poblado de flores, mangos, mereyes, caimitos, maniritas, y limón mandarino entre otros palos, y sin duda alguna, onoto y peoresnada para sazonar. Hasta mararaves iban a haber.  Pensaba hacer el frente de la casa con vista al oriente para recibir de lleno el amanecer, aprovechando que en ese punto de la sabana, el viento venia tanto del norte como del oriente, lo que le iba a asegurar un refugio fresco. Además, desde el alero donde iban a guindar el par de chinchorros, de igual color, que había tejido para él y su catira, la vista se podía recrear viendo la llegada de garzas blancas, corocoras y morenas, loros cara sucia, patos güires y demás variedades de aves con que el creador había poblado el llano.  Sabía que casi siempre iban a estar, él y su catira, meciéndose en el mismo colgadero, pero pensaba que era mejor que cada uno tuviera su propio curraco.  Era tal la fuerza de la esperanza de Juan Domingo, que ya hasta el último detalle estaba previsto.  Pero las dificultades eran muchas.

Juan Domingo era un hombre de decisiones firmes; siempre que había puesto sus ojos en un horizonte, ahí llegaba. Solo Paulina había logrado generarle dudas.  Estaba claro el criollo, que la catira lo llevaba en sus hondos afectos, pero también sabía que ella, era una mujer completamente temerosa a brindar su corazón.  Para ese momento, ni Juan Domingo ni Paulina eran unos muchachitos.  Ambos habían vivido su vida, tenían su pasado y cada quien ya tenía unas cuantas cicatrices en el alma.  La diferencia, era que Juan Domingo nunca había dejado de ser un hombre confiado y querendón; constantemente decía que la vida, y especialmente el amor, se vivían mejor sin miedo; que si de repente uno se estrellaba, pues era cosa de pararse, sacudirse y seguir adelante. No era, en lo absoluto, un hombre que le tuviera miedo a enamorarse, o a sufrir. Algo había que arriesgar y mas tratándose de una mujer como Paulina, que tanto valía la pena. Ella, a su vez, era más bien una persona que se había acostumbrado a estar solitaria pero tranquila, con su corazón a buen recaudo y no estaba dispuesta a arriesgarse a otra herida.  Además, era una mujer tan compleja, que por lo mismo y tanto, se tornaba indescifrable. Recuerdo que Juan Domingo le confesó al chocotero, una tarde de diciembre, que tratar de entender a Paulina era como andar  en la noche más oscura, en medio de un cajón de sabana desconocido y en remonta ajena.  Pero lejos de ser esa condición, algo que desalentara al criollo, era lo que más lo animaba. El reto era grande, conquistar el corazón de Paulina era un logro del tamaño de la luna clara.  Presentía Juan Domingo que si lograba que lo quisiera, habría encontrado entonces a quien iba a cerrarle los ojos por última vez y a quien iba a vestirle su bayetón como mortaja, cuando muriera de viejo, en el regazo de su vieja Paulina.  Pero las dificultades eran muchas

Esos eran los ciclos en los que se veía inmerso Juan Domingo. Pasaba de una esperanza firme, a un deseo de abandonar, todo ello, guiado por la rienda que suponía ser, lo lejana o lo cercana que estuviera  la sonrisa de la catira.  Podría pensarse entonces que el carácter del criollo era voluble, y resulta que no. El carácter de Juan Domingo era un botalón de horqueta para apegar cimarrones, pero, ante una sonrisa dibujada con esmero por la mano de Dios, un aroma a canela que perfuma el Casanare entero y unos ojos que son la puerta de un alma bondadosa, dígame usted, aunque las dificultades sean muchas ¿cual hombre no se doblega?

Rodrigo Gallo Lemus

@AlegreBengali

1 comentario:

  1. Wow... Impresionante, que belleza de escrito, felicidades Rodri, me quito el sombrero y me quedo sin palabras.

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