lunes, 7 de abril de 2014

CAYENA

Era inevitable cada vez que se acercaba la Semana Santa. Con los primeros aguaceros de abril, el recuerdo de Cayena se crecía al interior del alma de José Amalio. Y como no; Cayena había sido el primer lance de amor del criollo, cuando era apenas un mocetón.  No importaba que hubiesen pasado ya 25 años; solo era cuestión de cerrar los ojos e imaginarse el hermoso rostro de Cayena, para que  José Amalio pudiera volver a sentir la profundidad de la mirada de la morena. Era Cayena la mujer más hermosa que había visto. Hasta el día de hoy, con tanta agua corrida debajo del puente, ninguna mujer había podido quitarle ese puesto. Si, sin duda, era Cayena, la mujer más hermosa que había visto.

Era sábado, víspera del domingo de ramos y el día amanecía toldado; una leve brisa del oriente traía el olor de la tierra mojada, lo que a las claras le indicaba a José Amalio que de la otra margen del Caño Palomas, ya estaba lloviendo.  Había despertado el criollo con la imagen de Cayena entre ceja y ceja, y entonces tal como acostumbraba cada vez que Dios le ponía a la morena en el pensamiento de esa manera tan fuerte, se había quedado acostado en el chinchorro recordando, pensando, imaginando, e inevitablemente, lamentando que Cayena ya no estuviera aquí.

Recordaba José Amalio, como en esa Semana Santa de hace 25 años, el destino había traído a Cayena hasta el hato.  La felicidad que había sentido al verla llegar era imposible de cuantificar. Para ese momento, ya el sentimiento que la morena había sembrado en él, era de proporciones importantes. Cayena le hacía sentir un mundo de cosas desconocidas con solo mirarlo. Es que desde el día que el criollo había conocido a Cayena en el pueblo, sabía que se había topado de frente con el amor. Nunca nadie le había dicho como era, o como se sentía, pero carajo, el amor es de esas cosas que cuando se presenta, es imposible de confundir. Ya la asociación estaba hecha, Cayena era el amor, no cabía duda.  Y a Cayena le sucedía algo similar; había descubierto en José Amalio, esa persona que la hacía sentir totalmente diferente.  Transcurrieron algunos meses en los que ocasionalmente se veían en el pueblo y durante los que, en cada uno, se avivaban las llamas del sentimiento. Por eso, esa Semana Santa de hace 25 años, cuando Cayena visito por primera vez el hato donde vivía el criollo, fue una semana que se había quedado para siempre, sembrada en el corazón de José Amalio.

Para el criollo, las demás personas que estaban en el hato, dejaron de existir; simplemente era como si no estuviesen allí. Estuvo todo el tiempo pendiente de Cayena, que había llegado con su hermana mayor a pasar unas cortas vacaciones en el hato. Desvivido en atenciones y consideraciones, pensaba que nada era suficiente para ella. El martes santo, bien temprano, aperó en la caballeriza, el moro cabos negros para la morena. Debajo de la tereca de lustroso cuero, había puesto la alfombra venezolana, nuevecita, gris con rayas rojas, que le había traído Facundo de su última vaquería.  Las arciones y los estribos de pala los había limpiado con esmero y la cincha y las correas también eran de estreno. El apero de cabeza adornado con monedas de plata le daba al moro un aire de cuento. Para él, había aperado el alazán lucero, con una silla Villacurana que si bien no era nueva, estaba en perfectas condiciones y no deslucía en lo absoluto en el lomo del potro. Después de ofrecerle un café, invitó a Cayena a que dieran una vuelta por las cercanías. Apenas entrando el invierno, el paradero estaba reverdecido y contrastaba con el azul limpiecito del cielo. Parecía José Amalio un niño – de hecho aún lo era con apenas 17 años cumplidos- enseñándole a Cayena, los árboles que iban encontrando en su cabalgata; allá un Camoruco, más acá un Caruto, Maporas, unas Palmas Reales, una gigantesca y centenaria Ceiba, muchos Mangos y uno que otro Guayabo.  Cuando llegaron a la laguna, que ya había recuperado su esplendor gracias a las lluvias caídas, pudo regalarle a Cayena una de las vistas más hermosas que existen; cientos de corocoras tiñendo de rojo el paisaje y haciendo contraste con otro tanto de garzas blancas y morenas. 

Ahí, con ese fondo, se atrevió a estampar en la boca de la morena, un tímido beso. Hubo un instante de quietud y silencio que Cayena rompió con un abrazo tan inmenso como el llano de José Amalio. De la boca del criollo, brincó las trancas altanero, un sonoro “Te quiero”, que fue respondido por Cayena con un susurrado pero contundente “Yo También”. A José Amalio le había quedado pequeño el llano; no había hombre que pudiera ser más feliz que él.

El resto de la semana, floreció entre José Amalio y Cayena, un amor bonito, sincero, hasta inocente si se quiere.  Eso quizá, era lo que más añoraba el criollo el día de hoy. Recordaba por ejemplo, cómo la tarde del miércoles santo de hace 25 años, caía un monumental aguacero y Cayena estaba recostada en el chinchorro guindado en el alar de la casa. Él, había acercado una mecedora para sentarse junto a la morena. Ella, arropada con el bayetón de José Amalio, lo miraba tan profundamente que parecía que le estuviera leyendo el alma. Esa mirada profunda, era la esencia de su recuerdo.  Recuerdo aquel, que en últimas fue lo único que le quedó, porque por las infranqueables barreras que el destino traza a veces en la vida de las personas, tiempo después, sus caminos se separaron irremediablemente y aunque el sentimiento continuó latente en los dos corazones, no fue posible que caminaran el mismo trillo. Ese recuerdo, más tarde, se hizo nostalgia cuando Cayena fue a volverse eternidad, atendiendo los a veces incomprensibles designios de Dios; esa nostalgia, acompañó para siempre a José Amalio, intacta e inobjetable. No era tristeza, simplemente, nostalgia pura.

Al sentir las primeras lloviznas del sábado, víspera del domingo de ramos, una lágrima rodó furtiva por la mejilla del criollo, quien no tuvo más remedio que pararse del chinchorro, e ir a buscar consuelo en su taza de cerrero. Y a fe que lo encontró, porque entrevera’o en el aroma de ese café cola’o, pudo volver a sentir, fuerte y cerril, el espíritu de Cayena.  De la eterna Cayena

Rodrigo Gallo

@AlegreBengali

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