martes, 7 de enero de 2014

EL SUPERESTADO

La herencia intelectual que nos legó Jacob Burckhardt (1818-1897), vino a nosotros de un modo tan azaroso, como si nos dijeran ahora que un tío suizo nos dejó una cabaña a orillas de un lago alpino, y debemos ocuparla en pleno invierno europeo.

La obra de Burckhardt es semejante a una aventura insospechada: Hay que viajar a un paìs lejano, donde se habla una lengua del tronco germánico, en un tiempo pretérito, en donde se ha dado la génesis de nuestro edificio político actual. Traducidas al francés, sus ideas adquieren un sabor republicano que se niega a perder la aspereza rectilínea del alemán.

Desde una meseta poblada de columnas truncadas, emergen tres pilares bien pulidos: Estado, Religión y Cultura, anclados entre sí por vigas aéreas de igual densidad y distancia, en figura triangular. Una estructura social, con este modelo, parece imbatible.

El Estado trae el componente político, poblado de leyes y sostenido por el elemento “fuerza”, insoslayable por la naturaleza humana. La Religión contiene el bagaje suficiente para suplir las necesidades metafísicas del espíritu humano, especialmente el “sacrificio”, que se compensa en el ámbito de la conciencia. La Cultura parece más bien, un bálsamo inasible apuntado a las necesidades estéticas, peregrinas entre cuerpo y alma, que intuitivamente entendemos como “felicidad”.

Esa masa fulgente de fuerza, sacrificio y felicidad, pretende definir cabalmente la vida social inteligente. Más breve no es posible.

La construcción de tal ente, dentro de un pueblo, lleva siglos de paciente labor social, y sólo observaremos aquí su movilidad. Llamaremos “Superestado” a un juego de azar que la Historia despliega como rutina, sin que nadie pueda planear los resultados ni medir sus efectos. Gana la sumatoria.

Los romanos edificaron su ente tríptico mundial desde un nicho municipal, apoyados en los criterios agrarios de una sociedad aristocrática muy disciplinada. No hay noticias de que la superposición posterior que hicieron sobre su vecindario, se haya logrado sin el uso de la fuerza, que siempre iba por delante, en alas de las legiones. El águila servía de emblema.

Las mesnadas castellanas que realizaron la conquista de América siguieron la rutina romana, acaso sin pensar en ello, movidos por la sed de oro y la fe cristiana a modo de égida. La cruz servía de emblema.

La otra forma de movilidad política observable se ha dado en la Revolución Francesa y la bolchevique en Rusia. Desde el mismo seno del pueblo surgió el huracán que barrió toda la estructura social de la nación, y de la catástrofe fue saliendo un nuevo orden, ávido de dirección para subsistir y formar su cauce.

Si se diera el caso de nuestra Segunda Regeneración, no deberíamos esperar un movimiento espontáneo y en mansa paz para hacerla posible. El mal que nos agobia está tan enraizado en el alma nacional, que sólo un Superestado de fuerza, sacrificio y felicidad, nos daría otra oportunidad para dejarles a nuestros descendientes una vida mejor.



Tulio R. Montes Madrid    

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