Era inevitable cada vez que se
acercaba la Semana Santa. Con los primeros aguaceros de abril, el recuerdo de
Cayena se crecía al interior del alma de José Amalio. Y como no; Cayena había sido
el primer lance de amor del criollo, cuando era apenas un mocetón. No importaba que hubiesen pasado ya 25 años;
solo era cuestión de cerrar los ojos e imaginarse el hermoso rostro de Cayena,
para que José Amalio pudiera volver a sentir
la profundidad de la mirada de la morena. Era Cayena la mujer más hermosa que había
visto. Hasta el día de hoy, con tanta agua corrida debajo del puente, ninguna
mujer había podido quitarle ese puesto. Si, sin duda, era Cayena, la mujer más
hermosa que había visto.
Era sábado, víspera del domingo
de ramos y el día amanecía toldado; una leve brisa del oriente traía el olor de
la tierra mojada, lo que a las claras le indicaba a José Amalio que de la otra
margen del Caño Palomas, ya estaba lloviendo. Había despertado el criollo con la imagen de
Cayena entre ceja y ceja, y entonces tal como acostumbraba cada vez que Dios le
ponía a la morena en el pensamiento de esa manera tan fuerte, se había quedado
acostado en el chinchorro recordando, pensando, imaginando, e inevitablemente,
lamentando que Cayena ya no estuviera aquí.
Recordaba José Amalio, como en
esa Semana Santa de hace 25 años, el destino había traído a Cayena hasta el
hato. La felicidad que había sentido al
verla llegar era imposible de cuantificar. Para ese momento, ya el sentimiento
que la morena había sembrado en él, era de proporciones importantes.
Cayena le hacía sentir un mundo de cosas desconocidas con solo mirarlo. Es que
desde el día que el criollo había conocido a Cayena en el pueblo, sabía que se había
topado de frente con el amor. Nunca nadie le había dicho como era, o como se sentía,
pero carajo, el amor es de esas cosas que cuando se presenta, es imposible de
confundir. Ya la asociación estaba hecha, Cayena era el amor, no cabía duda. Y a Cayena le sucedía algo similar; había
descubierto en José Amalio, esa persona que la hacía sentir totalmente diferente. Transcurrieron algunos meses en los que
ocasionalmente se veían en el pueblo y durante los que, en cada uno, se avivaban las
llamas del sentimiento. Por eso, esa Semana Santa de hace 25 años, cuando Cayena
visito por primera vez el hato donde vivía el criollo, fue una semana que se había
quedado para siempre, sembrada en el corazón de José Amalio.
Para el criollo, las demás personas
que estaban en el hato, dejaron de existir; simplemente era como si no
estuviesen allí. Estuvo todo el tiempo pendiente de Cayena, que había llegado
con su hermana mayor a pasar unas cortas vacaciones en el hato. Desvivido en
atenciones y consideraciones, pensaba que nada era suficiente para ella. El martes
santo, bien temprano, aperó en la caballeriza, el moro cabos negros para la
morena. Debajo de la tereca de lustroso cuero, había puesto la alfombra
venezolana, nuevecita, gris con rayas rojas, que le había traído Facundo de su última
vaquería. Las arciones y los estribos de
pala los había limpiado con esmero y la cincha y las correas también eran de
estreno. El apero de cabeza adornado con monedas de plata le daba al moro un
aire de cuento. Para él, había aperado el alazán lucero, con una silla Villacurana
que si bien no era nueva, estaba en perfectas condiciones y no deslucía en lo
absoluto en el lomo del potro. Después de ofrecerle un café, invitó a Cayena a
que dieran una vuelta por las cercanías. Apenas entrando el invierno, el
paradero estaba reverdecido y contrastaba con el azul limpiecito del cielo. Parecía
José Amalio un niño – de hecho aún lo era con apenas 17 años cumplidos- enseñándole
a Cayena, los árboles que iban encontrando en su cabalgata; allá un Camoruco, más
acá un Caruto, Maporas, unas Palmas Reales, una
gigantesca y centenaria Ceiba, muchos Mangos y uno que otro Guayabo. Cuando llegaron a la laguna, que ya había
recuperado su esplendor gracias a las lluvias caídas, pudo regalarle a Cayena
una de las vistas más hermosas que existen; cientos de corocoras tiñendo de
rojo el paisaje y haciendo contraste con otro tanto de garzas blancas y
morenas.
Ahí, con ese fondo, se atrevió a estampar en la boca de la morena, un tímido
beso. Hubo un instante de quietud y silencio que Cayena rompió con un abrazo
tan inmenso como el llano de José Amalio. De la boca del criollo, brincó las
trancas altanero, un sonoro “Te quiero”, que fue respondido por Cayena con un
susurrado pero contundente “Yo También”. A José Amalio le había quedado pequeño
el llano; no había hombre que pudiera ser más feliz que él.
El resto de la semana, floreció
entre José Amalio y Cayena, un amor bonito, sincero, hasta inocente si se quiere.
Eso quizá, era lo que más añoraba el
criollo el día de hoy. Recordaba por ejemplo, cómo la tarde del miércoles santo
de hace 25 años, caía un monumental aguacero y Cayena estaba recostada en el
chinchorro guindado en el alar de la casa. Él, había acercado una mecedora para
sentarse junto a la morena. Ella, arropada con el bayetón de José Amalio, lo
miraba tan profundamente que parecía que le estuviera leyendo el alma. Esa
mirada profunda, era la esencia de su recuerdo.
Recuerdo aquel, que en últimas fue lo único que le quedó, porque por las
infranqueables barreras que el destino traza a veces en la vida de las
personas, tiempo después, sus caminos se separaron irremediablemente y aunque
el sentimiento continuó latente en los dos corazones, no fue posible que
caminaran el mismo trillo. Ese recuerdo, más tarde, se hizo nostalgia cuando
Cayena fue a volverse eternidad, atendiendo los a veces incomprensibles
designios de Dios; esa nostalgia, acompañó para siempre a José Amalio, intacta
e inobjetable. No era tristeza, simplemente, nostalgia pura.
Al sentir las primeras lloviznas
del sábado, víspera del domingo de ramos, una lágrima rodó furtiva por la
mejilla del criollo, quien no tuvo más remedio que pararse del chinchorro, e ir
a buscar consuelo en su taza de cerrero. Y a fe que lo encontró, porque entrevera’o
en el aroma de ese café cola’o, pudo volver a sentir, fuerte y cerril, el espíritu
de Cayena. De la eterna Cayena
Rodrigo Gallo
@AlegreBengali
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